Fijarse los Conceptos o Memotecnia: abril 2010

martes, abril 27

Perdiz, ¿Dónde estás?


Ingredientes de la felicidad

2 perdices, 250gr de caracoles, Arroz bomba 1 taza, 3 dientes de ajo, 150 gr de judías verdes y judiones o garrofón, Tomillo, Una hoja de laurel, 3 cucharadas de oloroso, Azafrán, unas tiras de pimiento rojo asado, Aceite de oliva virgen

No recuerdo ningún plato en especial que me haya acompañado el a de mi santo. Tampoco recuerdo festejos o alguna acción digna de seguir todos los años, el día 23 de abril, día de Sant Jordi.

Eso sí, si el día 23 coincidiese con un domingo, se preparaba algún que otro plato para la ocasión, pero tampoco se alejaba mucho de las buenas mesas que nos acompañaban casi todos los domingos en familia. Por coincidencia del calendario pues, me acuerdo de un cordero asado al horno con sus pataticas, algún que otro buen pescado, o mesas reservadas en restaurantes cuyos comedores se veían repletos de familias, que comían en honor de su Jordi y de su Jorge.

Qué más da, si todo de felicidad se trata, me quedo con las sonrisas de los míos, los brindis y demás honorarios.


Se trata de igualar culturas y sabores, inventar un plato que refleje una festividad no forzada y una felicidad bien deseada. Así que hoy me dejo guiar por el arroz, cuyas propiedades beneficiosas se conocen antaño, cuyo cultivo fue muestra de civilizaciones dotadas de abundancia y prosperidad.

El arroz que cunde, el arroz que alimenta y fácilmente se ensambla junto con los ingredientes que lo acompañen, hoy se cuece con perdices, caracoles y verduras, dobla su volumen absorbiendo los jugos, regado con un seco de Xerez, y se tiñe de amarillo con hebras delicadas y selectas del azafrán manchego.

Como bien te he contado, tienes que juntar ingredientes que insinúen bien su procedencia; los garrofones, el azafrán, el oloroso de palomina fino y dos perdices, que nos puedan hacer a los dos sentir felices.

Se limpian y se secan cuidadosamente con un paño para que no te salpique el aceite a la hora de pasarlas por el recipiente[1] caliente.

Las dos perdices junto con el ajo laminado se dejan dorar a fuego lento durante diez minutos.

Seguidamente se añaden los caracoles ya cocidos y bien limpios. Reconozco que el caracol es un ingrediente polémico; gusta o no gusta. Su sabor travieso hace que el paladar lo reciba con placer o con gestos delicados de antipatía hacía ese animal que, tras la lluvia, va marcando su camino sobre la tierra húmeda. Prosigo, y te digo que si ya has superado tus dudas sobre esa exquisitez de molusco terruño, añádelos y sazona, siempre a tu gusto, caracoles y perdices con sal y pimienta y deja que se poche todo junto durante diez instantes más.

A continuación, lo que tienes que hacer es apartarlo todo y hacer hueco en la misma paella y allí depositar las judías y judiones hasta que se ablanden lo suficiente. Removerlo todo y retirarlo en un plato para proseguir con los demás ingredientes.

En ese jugo que el sofrito ha dejado por su paso por la sartén, añade un buen chorrito de oloroso de Jerez.

Mide una taza bien cargada de arroz, y mezclándolo con ese caldo, ve formando en la paella una cruz que la atraviese de punta a punta.

Añade unas pocas hebras de azafrán. Al lado, ve preparando un cazo de agua hirviendo con una pastilla de sabor a pollo. Esa cruz blanca del arroz, que ya está cogiendo su temperatura, deja cuatro huecos laterales en la paella.

Allí es donde debes repartir el sofrito que has apartado y depositar en línea diagonal las dos perdices y que se queden ahí, acostadas de lado.

Trátalas con delicadeza, baja tu fuego, que las perdices a partir de este punto de cocción se tienen que cocer y reposar y no dorarse más, que tienen una piel muy fina con tendencia a pegarse a la sartén, y su poca carne pronto se va a deshacer.

Ya es la hora de verter el caldo de agua hirviendo que has preparado a la paella. La cantidad adecuada de caldo oscila entre el doble y el triple (si te gusta más caldoso) del volumen del arroz. Te ayudará saber que el arroz tiene que sobresalir ligeramente del nivel del caldo. Añade el tomillo, añade la hoja de laurel. Verás que pronto cogerá un punto de ebullición adecuado, ni muy lento ni excedente, algo que permitirá que el arroz mantenga una temperatura constante.

Su cocción debe durar unos 20 minutos, pero no más. Durante ese tiempo olvídate de tu guiso, no te preocupes que esa forma de cruz se va a ir esparciendo por la paella y el sofrito de caracoles , judías y judiones encontraran su sitio y se dispersaran por todo el recipiente.

Yo me serví media copita de oloroso, y me entretuve con la nota de cata que venía en su botella y la cajita del azafrán.

Por cierto, si te ves con la necesidad de rectificar con más caldo, hazlo pero con agua hirviendo, para que no se pierda ese puntito de ebullición que has conseguido.

Tras esos veinte minutos, apaga el fuego, añade las tiras del pimiento rojo asado que van a hacer tu arroz más vistoso y tapa la paella con un trapo, apartada ya del fuego. Recuerdo, siempre recuerdo a mi abuela diciendo:

-Niña, el arroz mal cocido, bien reposado.

Me impresiona cómo el arroz guarda su temperatura hasta que se presente a la mesa. Entonces es cuando tienes que quitar el trapo que lo ha hecho reposar y llévalo a la mesa, donde tu Jordi o tu Jorge está sentado. Decora la paella con medias rodajas del limón y para degustarla descorcha un cava rosado o un lambrusco, espirituosos fermentados que no eclipsen el gusto al oloroso.



Brindo por las mesas atípicas y festivas, brindo por los recuerdos que me invaden cada vez que me meto en la cocina, brindo por los que comemos perdices y aun no somos felices.

Que aproveche.




[1] paella
(Del valenciano paella).
1. f. Plato de arroz seco, con carne, pescado, mariscos, legumbres, etc., característico de la región valenciana, en España.
2. f. Sartén en que se hace.

paellera
1. f. Recipiente de hierro a modo de sartén, de poco fondo y con dos asas, que sirve para hacer la paella.

Como podemos observar, ambas acepciones son válidas, aunque en mi opinión el término que debería prevalecer es el que dio su nombre al plato, paella. Una vez aclarado este, para algunos, controvertido asunto, prosigamos con la explicación.En resumen, la paella es una sartén a la que se le ha quitado el mango y en su lugar se le han fijado dos asas para que soporte el peso del guiso. Más info en http://www.lapaella.net/

lunes, abril 19

La ruta del caracol : Parte II


La ruta del caracol, parte II.


¨Vendimiador¨, acuarela 35x50, de Maria Elizabeth Cantini

Sus dos parpados gradualmente han estado sellando su vista, separando su mente de la infinidad de posibilidades que se desplegarían delante de él, tras haber decidido llegar hasta el sur, para encontrar lo que con locura sobrada buscaba.

Lorenzo está viendo a su padre agachado y tan entregado a lo que está haciendo con sus dos manos ásperas y ariscas. Cada golpe que había dado durante toda su vida, sujetando la vara de madera contra las ramas de los olivos, estaba marcado en esas dos manos. Cada grieta de su piel valía por un buen puñado de aceitunas delicadas y hermosas, un buen puñado de uvas que brillaban bajo los atentos repasos de temporales beneficiosos. Cada gota de sudor, que se canalizaba por las humildes arrugas de su envejecido semblante, correspondía a gotas pulidas de aceite, de mostos y caldos valiosos.

Qué perspectiva tan curiosa la que Lorenzo tenía en este preciso momento delante de sus ojos; su padre agachado entre las vides de Vall-Lobrega y, a poca distancia, la mar brillando bajo un sol que pronto concedería su puesto monarca a la noche cálida de ese verano; un verano que ya se despediría pronto del pequeño Lorenzo y le dejaría ese primer recuerdo de una estancia veraniega en el litoral. Lorenzo se distrae admirando el horizonte índigo, por primera vez en su vida está viendo manadas de aves sobrevolando con tanta delicadeza unas cuantas barcas que cortejan la bahía del fondo.

– gaviotas…

Oye el pequeño entre los murmullos de la gente tosca, entregada entre las cepas cargadas de perlas amarillentas y esmeraldas jugosas.

-Pues serán gabiotas, piensa la criatura e intenta repetir esa palabra sin saber pronunciarla correctamente, y se pregunta de qué se alimentarán esas aves que no se acercan al campo para cazar liebres y culebras, como los aguiluchos de Don Cicuta.

Su entretenimiento se acaba pronto, cuando de repente se da la vuelta y se dispone a buscar a su padre. Ya los vendimiadores están recogiendo las últimas cestas rebosadas de racimos maduros, están apilando cenachos y cajas de madera vacías. Algunos que otros están formando pequeñas tertulias para despedirse; mañana es el último día de esta vendimia y habrá que negociar las retribuciones, repartir las plazas y los gastos de los vehículos que han de transportar a estos nómadas de toda broza desde la costa catalana a sus lugares.

Lorenzo, con ojos que brillan de inquietud, está buscando a su padre pero no lo ve por ningún lado. Esas buscas con la mirada, que todos los días repite Lorenzo cuando su padre le lleva con él a las faenas, al niño le han instruido a buscar el sombrero de su padre, el que siempre lleva para proteger su rostro de ese sol intratable.

Ese sombrero, testigo de años de labor duro y protector del rostro paterno, fácilmente se distingue entre los demás; hecho de paja fina y delicada, hace contraste con las hojarascas del agro. Había escuchado a su padre decir que su sombrero se llamaba panamá, y cuán gracia le hacía al pequeño que su padre pusiere nombre a su sombrero!

-Lorenzuelo, cuelga ahí el panamá, que hoy se ha mojado y quién va hasta Logroño para comprarse otro…

y el niño, con mero cuidado, cogía el sombrero y, pasando sus pequeños dedos por su textura lisa y húmeda, lo colgaba, poniéndose de puntillas, en la pérgola de la terraza trasera, donde todavía daba el sol.

Más pequeño y más blanquecino que los demás sombreros, ahora mismo el panamá no se veía por ningún lado y Lorenzo con agonía está gritando el nombre de su padre, mirando hacia los demás compañeros que no se quieren dar cuenta de su desconsuelo.

-¡Papá!

-¡Papaaá!

-Aner, mi papaaá ¿dónde estás?

-Aner, ¡ah por favor no me dejes, mi papi, mi papa Aneeeer!

Llamando a su padre por su nombre, Aner, hace que los compañeros se den la vuelta para localizar el foco del disturbio de este atardecer sereno y el pequeño se dirige hacia ellos gritando:

-¿Dónde está mi Aaaner? ¿Dónde está mi papá… y ya sus palabras se están deshaciendo dando lugar a un llanto monótono y cargante.

-¿Y quién es Aner?, pregunta casi retóricamente una de las pocas muchachas que habían acudido a la vendimia.

-Ah bueno, el babazorro[1] del sombrero raro, alega otro, que poco le está llegando a los oídos y al corazón el llanto del pequeño, que se daba ya por abandonado y desamparado.

Lorenzuelo le mira a los ojos sin entender que le está diciendo ese señor. Los ojos húmedos del pequeño están buscando un hueco de sensibilidad en el rostro de ese hombre pero él, tan bruscamente, le da la espalda murmurando algo que, a los oídos de Lorenzo, suena como ¨gabiotas¨ pero no…

-Vete, gabato[2], vete y cállate ya… diós…

La cara del chiquillo se vuelve más pálida de lo costumbre, una palidez que se asemeja a la del panamá de su Aner. El chiquillo, desconsolado, se agacha al suelo, como hacía su padre hace un rato entre las vides, y tapa con sus dos manitas su cara y se dispone a llorar ya sin voz, sin suspiros sonoros y sus lágrimas abundantes están regando sus palmas tiernas.

Odio a esa gente tan extraña… - dónde está mi papá… odio a las gaviotas que se han llevado a mi padre, -Aner, mi Aner … -dónde estás… odio a esas cepas encantadas que han devorado a mi padre, odio esta tierra hechizada, esa mar tan radiante y a esta gente que me habla con señales bruscos y acentos insociables y no entiendo ¡Aaaner, mi Aner…odio odio, te odiooo! Te quiero padre…

Pensamientos discontinuos que no llegan a ser palabras, como corrientes de aires helados que chocan contra las vallas que protegen a los animales mansos las noches de invierno.

-Oye tú, niño rico, enséñame tu cara y deja de llorar, soy yo, tu moza favorita…quita tus manos de tu carita, niño, sino no te doy agua, cariño..

Una mano cálida acoge la cabecita del niño que está dudando en entregarse al interés repentino de esa muchacha de la vendimia. El tono de voz de la muchacha es semejante a su caricia, tierna y compasiva:

-Niño, Lorenzo, Lorenzuelo ¡mírame! Que tu papá está bien, tu papa se ha ido en barco a traerte corales de la mar, caracoles de aguas dulces y saladas, uvas de conchas citrinas y alejandrinas… Tu papá te traerá chocolatinas de zafiro y un par de zapatillas para que su niño ande ligero y cómodo por tierras desconocidas…

Lorenzo afloja y despega las manos de su rostro, nota el aliento de la muchacha muy cerca de su frente, su mano sigue acariciando su cabeza, le da vergüenza desvelar su cara mojada de lágrimas y sudor. Su llanto y pensamientos se han convertido en gemidos continuos que le impiden respirar. Sin voz y alentando como un cantaor sin compás, decide separar las manos de su cara y dirige su mirada a la muchacha…la muchacha que tiene un rostro hermoso, una sonrisa bien fijada y una voz tan agradable…

-Te fuiste, Lorenzo, te fuiste sin despedirte y eso me dolió. Te busqué por todas partes para darte más agua y acercarte el salero pero tú…tú saliste corriendo del local para buscar a tu padre pero tu padre ya no está. Mira, ha dejado este sombrero para ti y me pidió que te dijese…

La voz de la moza hermosa se esfuma y da lugar a los graznidos de las gaviotas que se están acercando para consolar al niño y admirar de cerca la belleza de esa mujer…


Lorenzo está frotando con sus dos manos su cara empapada de sudor. Bajo los movimientos de su cabeza su mochila cruje contra la arena compacta por todo ese peso, mientras está intentando abrir sus ojos que le escuecen por la luz que, de repente, sus parpados sueltos han permitido que invadiese su vista recién despertada.

Lorenzo abre los ojos de par en par y pasa la lengua por sus labios mojados de lágrimas saladas y sudor agrio y nota su corazón latiendo fuerte. Se incorpora e intenta recobrar el aliento, respira hondo y su mente recupera el sentido y la razón, aunque sigue oyendo claramente esos graznidos de aves marítimos que no cazan ni liebres ni culebras. Lorenzo se levanta, sacude su ropa de la arena fina que se ha metido en cada arruga de prenda y de piel y recibe con agrado ese vientecillo fresco en su rostro angustiado del sol y de ese sueño lucido.

Ya la playa Chica está llena de gente que está disfrutando de esos primeros días que se muestran tan calurosos y atrevidos para ser abril. Lorenzo se agacha y coge su mochila. Mira hacia los posibles caminos que le llevarían lejos de esta aglomeración tópica y vulgar y se dispone a alejarse lentamente arrastrando sus pies por la viscosa arena y, como si un caracol fuere, dejando atrás una profunda huella alargada.

Lorenzo se vuelve a meter en los callejones decidido a desenredar las entrañas de esta pequeña ciudad encantadora, mientras las gabiotas, molestas por los ocupadores de la playa Chica, aletean regalándoles sus graznidos más agudos.





[1] 1. adj. despect. natural de Álava.

[2] 1. m. And. Cría macho menor de un año de los ciervos o de las liebres.